Javier y Juan fuman un cigarro en la puerta de entrada del nuevo albergue de Candina. Son las once de la mañana y sus otros diez compañeros también están de brazos cruzados. Deberían estar fregando o colocando muebles para cumplir con sus penas de trabajo en beneficio de la comunidad que les impuso un juez, la mayoría de ellos por dar positivo en un test de alcoholemia o por exceder los límites de velocidad. Pero ya no hay nada más que hacer. «Somos tantos que nos lo ventilamos todo en una hora», dice uno.
«Estamos esperando que traigan la lejía para dar un repaso a los suelos», contesta otro. A los pocos minutos les avisan de que la lejía no va a llegar hoy. Firman en el registro y se marchan a sus casas. Les han contabilizado cuatro horas de pena cuando, en la práctica, apenas han cumplido una.
La situación de estas personas no es un caso aislado en Cantabria, donde la proliferación de sentencias que condenan a realizar servicios comunitarios no discurre en paralelo al número de puestos que existen. Fuentes de instituciones penitenciarias cifran en 425 las plazas de este tipo que existen actualmente en la región. Todas ellas están ocupadas, y en cuanto un penado liquida su deuda, que suele rondar entre las 20 y las 40 jornadas de cuatro horas, otro ocupa inmediatamente su lugar.
El problema es que existen 1.600 condenados en lista de espera -sin contar a los menores de edad- para poder cumplir la sanción impuesta por el juez, y muchos de ellos pueden salir impunes, ya que las penas inferiores a treinta días de trabajo prescriben a los doce meses. El resto de España se encuentra en una tesitura parecida. La directora de Instituciones Penitenciarias, Mercedes Gallizo, reconoció que de los 40.000 expedientes que había que aplicar en toda España a comienzos de 2009 sólo se cumplían 14.000. Es decir, tres de cada diez.
Las sentencias por malos tratos fueron las primeras en poner de manifiesto la escasez de medios y plazas para afrontar el número de fallos judiciales que condenaban a servicios comunitarios. Pero la verdadera avalancha comenzó con la reforma del Código Penal en noviembre de 2007. Fue entonces cuando la alcoholemia y la velocidad excesiva en carretera se convirtieron en delito. Desde ese momento, los condenados a trabajar en beneficio de la comunidad se han multiplicado por diez en Cantabria. «Nos entran alrededor de doscientos expedientes al mes, y ocho de cada diez de ellos son por delitos contra la seguridad vial», confirman desde Instituciones Penitenciarias. No en vano, en el 75% de las más de 16.000 infracciones penales que se cometen al año en la región es aplicable este tipo de penas.
La Fundación Nueva Vida es una de las organizaciones que más servicios comunitarios gestiona en la región. En 2008 permitió que 130 condenados pudieran cumplir sus trabajos sociales, y en lo que va de año este número ya supera los 90. «Aquí no hay descanso, nunca hay una plaza vacía, en cuanto uno termina entra otro inmediatamente», explica Pilar, la coordinadora de esta sección en la Fundación. Ella es la que se encarga de entrevistar a todos los penados que los servicios sociales exteriores de El Dueso, institución encargada de gestionar el cumplimiento de estas penas, envía a su Fundación. «Hay que conocer sus características personales y su entorno social y laboral. No se puede enviar a todo el mundo a hacer determinado tipo de trabajo», señala Pilar.
Una vez que conocen su perfil, el penado es destinado en alguna de las instalaciones que Nueva Vida tiene repartidos por la región: centros de menores, casas de género, el albergue de Candina o sus propias oficinas. La mayoría suele terminar realizando trabajos de limpieza y mantenimiento en los centros de menores extranjeros no acompañados de Presanes y Camargo, «pero siempre que su disponibilidad de horario lo permita», añade Pilar. Y es que son los propios condenados los que, en función de su horario laboral remunerado, deciden cuándo y dónde ir.
En los ayuntamiento las cifras de plazas son más raquíticas que en Nueva Vida. El que más puestos tiene asignados por convenio es de Camargo, con 16, aunque en realidad trabajan allí cerca de treinta penados. Los problemas más graves de plazas los monopoliza Santander. En la capital, el Consistorio sólo oferta quince plazas, «cuando son necesarias más de noventa», según fuentes penitenciarias.
Pero, ¿por qué un trabajo no remunerado tiene tantos problemas para igualar la oferta y la demanda? Como casi siempre, por dinero. Al principio, eran los propios ayuntamientos, asociaciones y ONG los que tenían que hacerse cargo de la Seguridad Social, transporte y manutención de estas personas, por lo que en 2007 apenas existían 114 plazas para cumplir trabajos en beneficio de la comunidad en Cantabria.
En 2008 esto cambió. La Consejería de Justicia del Gobierno regional, a la vista del embotellamiento que sufría el sistema, decidió financiar con 30.000 euros estos gastos, y las plazas aumentaron hasta las 250. En diciembre de ese mismo año, fue el propio Ministerio de Justicia el que comenzó a asumir ese desembolso, y Cantabria cuenta ya con 425 puestos. Pero no son suficientes para hacer frente a los miles de casos acumulados durante los años anteriores. Ni en número ni en calidad, y es que como reconocen desde instituciones penitenciarias, «deben crearse más plazas de fin de semana urgentemente, si no la gente no puede compatibilizarlo con su trabajo ordinario».
Se suele decir que las leyes siempre van a remolque de la sociedad, pero en este caso es la legislación la que se ha adelantado a un sistema que, hoy por hoy, no puede dar abasto a la avalancha de sentencias de este tipo. Esto crea, además, una paradoja, ya que es la propia ley la causante de que los organismos oficiales estén incumpliendo el precepto legal de que el trabajo en beneficio de la comunidad esté directamente vinculado con el delito cometido. «Apenas hay plazas y mucho menos relacionadas con tráfico o violencia de género», reconocen fuentes penitenciarias. Como en el caso de Javier, Juan y sus compañeros en el albergue de Candina. Aunque no tenga nada que ver con el delito que cometieron, seguirán fregando suelos y cargando muebles. Y, por lo visto, a veces ni eso.
Fuente: eldiariomontanes.es
«Estamos esperando que traigan la lejía para dar un repaso a los suelos», contesta otro. A los pocos minutos les avisan de que la lejía no va a llegar hoy. Firman en el registro y se marchan a sus casas. Les han contabilizado cuatro horas de pena cuando, en la práctica, apenas han cumplido una.
La situación de estas personas no es un caso aislado en Cantabria, donde la proliferación de sentencias que condenan a realizar servicios comunitarios no discurre en paralelo al número de puestos que existen. Fuentes de instituciones penitenciarias cifran en 425 las plazas de este tipo que existen actualmente en la región. Todas ellas están ocupadas, y en cuanto un penado liquida su deuda, que suele rondar entre las 20 y las 40 jornadas de cuatro horas, otro ocupa inmediatamente su lugar.
El problema es que existen 1.600 condenados en lista de espera -sin contar a los menores de edad- para poder cumplir la sanción impuesta por el juez, y muchos de ellos pueden salir impunes, ya que las penas inferiores a treinta días de trabajo prescriben a los doce meses. El resto de España se encuentra en una tesitura parecida. La directora de Instituciones Penitenciarias, Mercedes Gallizo, reconoció que de los 40.000 expedientes que había que aplicar en toda España a comienzos de 2009 sólo se cumplían 14.000. Es decir, tres de cada diez.
Las sentencias por malos tratos fueron las primeras en poner de manifiesto la escasez de medios y plazas para afrontar el número de fallos judiciales que condenaban a servicios comunitarios. Pero la verdadera avalancha comenzó con la reforma del Código Penal en noviembre de 2007. Fue entonces cuando la alcoholemia y la velocidad excesiva en carretera se convirtieron en delito. Desde ese momento, los condenados a trabajar en beneficio de la comunidad se han multiplicado por diez en Cantabria. «Nos entran alrededor de doscientos expedientes al mes, y ocho de cada diez de ellos son por delitos contra la seguridad vial», confirman desde Instituciones Penitenciarias. No en vano, en el 75% de las más de 16.000 infracciones penales que se cometen al año en la región es aplicable este tipo de penas.
La Fundación Nueva Vida es una de las organizaciones que más servicios comunitarios gestiona en la región. En 2008 permitió que 130 condenados pudieran cumplir sus trabajos sociales, y en lo que va de año este número ya supera los 90. «Aquí no hay descanso, nunca hay una plaza vacía, en cuanto uno termina entra otro inmediatamente», explica Pilar, la coordinadora de esta sección en la Fundación. Ella es la que se encarga de entrevistar a todos los penados que los servicios sociales exteriores de El Dueso, institución encargada de gestionar el cumplimiento de estas penas, envía a su Fundación. «Hay que conocer sus características personales y su entorno social y laboral. No se puede enviar a todo el mundo a hacer determinado tipo de trabajo», señala Pilar.
Una vez que conocen su perfil, el penado es destinado en alguna de las instalaciones que Nueva Vida tiene repartidos por la región: centros de menores, casas de género, el albergue de Candina o sus propias oficinas. La mayoría suele terminar realizando trabajos de limpieza y mantenimiento en los centros de menores extranjeros no acompañados de Presanes y Camargo, «pero siempre que su disponibilidad de horario lo permita», añade Pilar. Y es que son los propios condenados los que, en función de su horario laboral remunerado, deciden cuándo y dónde ir.
En los ayuntamiento las cifras de plazas son más raquíticas que en Nueva Vida. El que más puestos tiene asignados por convenio es de Camargo, con 16, aunque en realidad trabajan allí cerca de treinta penados. Los problemas más graves de plazas los monopoliza Santander. En la capital, el Consistorio sólo oferta quince plazas, «cuando son necesarias más de noventa», según fuentes penitenciarias.
Pero, ¿por qué un trabajo no remunerado tiene tantos problemas para igualar la oferta y la demanda? Como casi siempre, por dinero. Al principio, eran los propios ayuntamientos, asociaciones y ONG los que tenían que hacerse cargo de la Seguridad Social, transporte y manutención de estas personas, por lo que en 2007 apenas existían 114 plazas para cumplir trabajos en beneficio de la comunidad en Cantabria.
En 2008 esto cambió. La Consejería de Justicia del Gobierno regional, a la vista del embotellamiento que sufría el sistema, decidió financiar con 30.000 euros estos gastos, y las plazas aumentaron hasta las 250. En diciembre de ese mismo año, fue el propio Ministerio de Justicia el que comenzó a asumir ese desembolso, y Cantabria cuenta ya con 425 puestos. Pero no son suficientes para hacer frente a los miles de casos acumulados durante los años anteriores. Ni en número ni en calidad, y es que como reconocen desde instituciones penitenciarias, «deben crearse más plazas de fin de semana urgentemente, si no la gente no puede compatibilizarlo con su trabajo ordinario».
Se suele decir que las leyes siempre van a remolque de la sociedad, pero en este caso es la legislación la que se ha adelantado a un sistema que, hoy por hoy, no puede dar abasto a la avalancha de sentencias de este tipo. Esto crea, además, una paradoja, ya que es la propia ley la causante de que los organismos oficiales estén incumpliendo el precepto legal de que el trabajo en beneficio de la comunidad esté directamente vinculado con el delito cometido. «Apenas hay plazas y mucho menos relacionadas con tráfico o violencia de género», reconocen fuentes penitenciarias. Como en el caso de Javier, Juan y sus compañeros en el albergue de Candina. Aunque no tenga nada que ver con el delito que cometieron, seguirán fregando suelos y cargando muebles. Y, por lo visto, a veces ni eso.
Fuente: eldiariomontanes.es
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