La Justicia está atascada, coincide todo el mundo. Pero decir que a las nueve de la mañana los juzgados de La Coruña están funcionando a medio gas sería pasarse de generoso. Aunque hace casi una hora que muchos funcionarios se han incorporado a sus puestos de trabajo, el edificio está sumamente tranquilo. La parsimonia se contagia y abogados y procuradores llegan con el tiempo justo (o sin él) a los primeros juicios.
Sentado junto a una de las salas, espera con cara de fastidio Daniel (27). Está más solo que la una y ni siquiera sabe por qué lo han citado: «No lo sé, pero me lo imagino». Hace cinco meses le robaron en el coche, puso una denuncia y el otro día le llegó una citación para presentarse a las nueve con la advertencia de que, si no lo hacía, se exponía a una multa de hasta 1.200 euros. Son las nueve y media y lo único que ha escuchado hasta ahora es: «Espere un momentito». Es su primera experiencia en un juzgado y está flipando: «Yo pensé que serían 20 minutos, pero ya veo que no. ¡Con el trabajo que tengo!».
En la primera planta, donde están los juzgados de lo social, es donde hay más ambiente. Los conflictos laborales están en plena efervescencia y hay unos cuantos despedidos hablando entre ellos y con sus abogados. Si el juzgado pudiera radiografiarse con una foto térmica, esa sería la zona de color rojo.
Más arriba, con 35 minutos de retraso, comienza un juicio ¿rápido? por desahucio contra tres ciudadanos (justiciables, les llaman allí), aunque solo comparecen dos. La primera, en la frente: la jueza les advierte que los debe declarar en rebeldía porque no han nombrado procurador ni abogado y, por tanto, no podrán hablar durante la vista si el abogado de la acusación no los interroga. Al menos, a la jueza se la entiende y la mujer hace algún esfuerzo para quitar hierro a lo que acaba de decir, que no convence para nada a la pareja de acusados. Planeta Justicia.
En las oficinas de los juzgados, los funcionarios trabajan en recintos abarrotados de papeles y archivadores A-Z que se intercambian constantemente. Cada uno es responsable de algo, que lo enfrenta a un papel; el folio pasa a otro funcionario para que ejerza sobre él su tarea específica. El papel va a una carpeta y la carpeta a un archivo. Y así pasan la jornada, moviendo papeles de un sitio a otro hasta que, finalmente, la carpeta llega al juez, la última casilla de la primera etapa, la parte rápida del asunto. A partir de ahí, el juicio, la sentencia y la ejecución, el callejón sin salida del sistema. Todo ello, además, con el soporte informático justo, porque las bases de datos no están interconectadas y toda la información que se introduce acaba saliendo por la impresora.
Nos vamos a otro juicio prototípico de diciembre del 2008. La causa es contra un hombre de 82 años acusado de haber lanzado una bolsa de leche y una navaja contra su mujer. La bolsa no le alcanzó, pero la navaja sí. En una mano y en el tobillo, expone la acusación. El hombre, que se mueve y se expresa con notoria dificultad, lo niega. Le tiró la leche pero no la navaja. El único acuerdo entre las partes está en el origen de la disputa: unos pantalones mal planchados. La víctima se presenta con fiscal y acusación particular; el acusado, con una joven abogada que propone una versión inverosímil de los acontecimientos. La consecuencia, una petición de cuatro años de cárcel que, por lo visto en el juicio, al acusado le van a caer sí o sí.
¿Qué hace una vista como esa en el juzgado de instrucción, habiendo como hay uno específico de violencia doméstica? Ese juzgado celebra juicios rápidos cuando hay acuerdo; si no, pasa a otra jurisdicción. «Ahora absorbemos una carga de trabajo razonable», expone el juez Miguel Filgueira, «antes era un infierno». Antes estaba en el número 6, donde cayeron las competencias de la nueva ley y la avalancha de un trabajo extra con la lupa mediática encima. De todos modos, no le falta actividad. Durante esa mañana ha tomado declaración ya a dos presuntos maltratadores.
A pesar de las dificultades de presentar pruebas en casos de acoso, amenazas, incluso agresiones físicas, cada denuncia genera un procedimiento, se acabe archivando o no. ¿Hay muchas falsas? «Yo no diría eso, sino que tal vez hay muchos maltratadores que quedan impunes», responde el juez.
Entre las once y la una los juzgados laten con vigor. El edificio aspira gente de la calle y por los pasillos circulan acusados, acusadores, funcionarios y testigos. El inmueble está flanqueado por los inevitables furgones o coches policiales que trasladan reos y recuerdan que nada de lo que hay por allí es una broma. Entre las alcoholemias y las hipotecas impagadas hay también violaciones, disparos, sangre... vidas truncadas por la desgracia con la vista extraviada en el suelo mientras esperan a que se abran las puertas de la sala.
«Esta es la parte que mejor funciona de la Justicia», asegura un abogado con muchos años de juzgado: «El sistema es razonable y puedes estar bastante seguro de que serás tratado con imparcialidad. Cuanto más alto es el tribunal, más influencia política y menos imparcialidad».
Para entonces, ya quedan pocos en el edificio, que únicamente expulsa gente al exterior. A las dos de la tarde, una hora antes del cierre, parece un templo sin fieles y del fragor de la batalla apenas queda una toga olvidada en las sillas de los pasillos y los últimos justiciables que salen con la inevitable carpeta en la mano. Puede que la Justicia esté severamente atascada pero, a esas horas, tampoco se percibe mucho esfuerzo por aligerarla.
Fuente: lavozdegalicia.es
Sentado junto a una de las salas, espera con cara de fastidio Daniel (27). Está más solo que la una y ni siquiera sabe por qué lo han citado: «No lo sé, pero me lo imagino». Hace cinco meses le robaron en el coche, puso una denuncia y el otro día le llegó una citación para presentarse a las nueve con la advertencia de que, si no lo hacía, se exponía a una multa de hasta 1.200 euros. Son las nueve y media y lo único que ha escuchado hasta ahora es: «Espere un momentito». Es su primera experiencia en un juzgado y está flipando: «Yo pensé que serían 20 minutos, pero ya veo que no. ¡Con el trabajo que tengo!».
En la primera planta, donde están los juzgados de lo social, es donde hay más ambiente. Los conflictos laborales están en plena efervescencia y hay unos cuantos despedidos hablando entre ellos y con sus abogados. Si el juzgado pudiera radiografiarse con una foto térmica, esa sería la zona de color rojo.
Más arriba, con 35 minutos de retraso, comienza un juicio ¿rápido? por desahucio contra tres ciudadanos (justiciables, les llaman allí), aunque solo comparecen dos. La primera, en la frente: la jueza les advierte que los debe declarar en rebeldía porque no han nombrado procurador ni abogado y, por tanto, no podrán hablar durante la vista si el abogado de la acusación no los interroga. Al menos, a la jueza se la entiende y la mujer hace algún esfuerzo para quitar hierro a lo que acaba de decir, que no convence para nada a la pareja de acusados. Planeta Justicia.
En las oficinas de los juzgados, los funcionarios trabajan en recintos abarrotados de papeles y archivadores A-Z que se intercambian constantemente. Cada uno es responsable de algo, que lo enfrenta a un papel; el folio pasa a otro funcionario para que ejerza sobre él su tarea específica. El papel va a una carpeta y la carpeta a un archivo. Y así pasan la jornada, moviendo papeles de un sitio a otro hasta que, finalmente, la carpeta llega al juez, la última casilla de la primera etapa, la parte rápida del asunto. A partir de ahí, el juicio, la sentencia y la ejecución, el callejón sin salida del sistema. Todo ello, además, con el soporte informático justo, porque las bases de datos no están interconectadas y toda la información que se introduce acaba saliendo por la impresora.
Nos vamos a otro juicio prototípico de diciembre del 2008. La causa es contra un hombre de 82 años acusado de haber lanzado una bolsa de leche y una navaja contra su mujer. La bolsa no le alcanzó, pero la navaja sí. En una mano y en el tobillo, expone la acusación. El hombre, que se mueve y se expresa con notoria dificultad, lo niega. Le tiró la leche pero no la navaja. El único acuerdo entre las partes está en el origen de la disputa: unos pantalones mal planchados. La víctima se presenta con fiscal y acusación particular; el acusado, con una joven abogada que propone una versión inverosímil de los acontecimientos. La consecuencia, una petición de cuatro años de cárcel que, por lo visto en el juicio, al acusado le van a caer sí o sí.
¿Qué hace una vista como esa en el juzgado de instrucción, habiendo como hay uno específico de violencia doméstica? Ese juzgado celebra juicios rápidos cuando hay acuerdo; si no, pasa a otra jurisdicción. «Ahora absorbemos una carga de trabajo razonable», expone el juez Miguel Filgueira, «antes era un infierno». Antes estaba en el número 6, donde cayeron las competencias de la nueva ley y la avalancha de un trabajo extra con la lupa mediática encima. De todos modos, no le falta actividad. Durante esa mañana ha tomado declaración ya a dos presuntos maltratadores.
A pesar de las dificultades de presentar pruebas en casos de acoso, amenazas, incluso agresiones físicas, cada denuncia genera un procedimiento, se acabe archivando o no. ¿Hay muchas falsas? «Yo no diría eso, sino que tal vez hay muchos maltratadores que quedan impunes», responde el juez.
Entre las once y la una los juzgados laten con vigor. El edificio aspira gente de la calle y por los pasillos circulan acusados, acusadores, funcionarios y testigos. El inmueble está flanqueado por los inevitables furgones o coches policiales que trasladan reos y recuerdan que nada de lo que hay por allí es una broma. Entre las alcoholemias y las hipotecas impagadas hay también violaciones, disparos, sangre... vidas truncadas por la desgracia con la vista extraviada en el suelo mientras esperan a que se abran las puertas de la sala.
«Esta es la parte que mejor funciona de la Justicia», asegura un abogado con muchos años de juzgado: «El sistema es razonable y puedes estar bastante seguro de que serás tratado con imparcialidad. Cuanto más alto es el tribunal, más influencia política y menos imparcialidad».
Para entonces, ya quedan pocos en el edificio, que únicamente expulsa gente al exterior. A las dos de la tarde, una hora antes del cierre, parece un templo sin fieles y del fragor de la batalla apenas queda una toga olvidada en las sillas de los pasillos y los últimos justiciables que salen con la inevitable carpeta en la mano. Puede que la Justicia esté severamente atascada pero, a esas horas, tampoco se percibe mucho esfuerzo por aligerarla.
Fuente: lavozdegalicia.es
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